Desde que la llama desveló
cada uno de mis sentidos, parpadeo perplejo. Los astros me incitan, me claman,
me agujerean entre múltiples organismos apodícticos. La llama parpadeo también,
pero, en su búsqueda, desenfundó su estropicio hacia el universo.
Lo vi incendiado, caótico,
mutilado en arcanismos de una sola y mera idea: su destrucción. Ya entre él y
fundido en los fuegos, reconozco cada uno de mis movimientos desplazándose más
allá de cada inquietud. Los soles me sonambulan, los satélites me contradicen;
aunque yo, ahíto de llamas, muevo brazos y piernas sobre los aires acelerando
así las desapariciones. Porque moriré, lo sé, feneceré frente al último sol
parpadeándole a la primera llama para que aumente sus decisiones.
Calcinado en el cosmos,
pretendo enterrarme en las agujas de los pesares. En sus nimiedades no veré más
mi brazo ni mi torso; aunque sí fuegos de un fin llameando destinado a fundirme
en pétalos de metales celestes.