23 ago 2014

Precipicios

Cuando los abismos queman hay un prodigio de presencias. Cuando una muerte no acaba; cuando la mismísima cláusula de pertenecer deteriora, desde los fondos se parte.
No creo en la alquimia ni en los supuestos. Descreo, me convenzo cada vez más en que somos artífices en un mundo inesperado. Y desestabilizado, inaparente. Ante cada prejuicio marchan las fábulas convirtiéndose en fieles eslabones de perdiciones ahítas. Y lo visto, lo conocido y figurado, convergen haciéndose uno mientras las asperezas los reclaman.
Un día me acerqué al precipicio. Lo subestimé, lo ultrajé y desconfié de su recelo por demandar caídas precipitosas que hacen de existencias un solemne fin. Y me arrimé hasta la última porción de suelo estable. Miré. Convine: esas siluetas elevándose desde los mares profundos inquietan, sobresalen y conceden las erráticas consecuciones de las vidas. Aquellos que se han arrojado a ese abismo han sido devueltos, doblemente retribuidos.
Las personas suicidas han vuelto, se arriman a mi lado; jamás perderán la finitud y el acortamiento de los presentes. Son salvados, son devueltos luego de arrojarse para que en una segunda oportunidad fallen y sobrevuelen, sin esperanza, hasta andar en continuidades.

15 ago 2014

Instantes

Desde luego hubo de incorporarse. No se puede estar toda una vida sentado en la calle esperando que ocurra un milagro. Le costó. El dolor ese, de siempre, a la altura de los riñones. Y el culo frío y aplanado de horas y horas en la acera. Tenía manos de lunes y ojos de domingo. ¿O eran de sábado? Cabizbajo, como siempre, en busca de algo que surgiera del suelo. Porque una vez vio una yerba intentando salir por una rendija del asfalto de una calle. Del cielo sólo lluvia, y a veces barro. Es lo que tenía vivir cerca del desierto y en él. El tiempo olía a muerto. La lluvia no llegaba y eso hacía que el aire no se pudiese ni respirar. Las personas iban y venían en un lento deambular. Con sentido tal vez, aunque no lograba encontrárselo él. Todas las direcciones llevan a ninguna parte. Recordó aquel botijo -cuando en la infancia- de color teja que provocaba un tráfago constante entre la gente que segaba y que trillaba. Era junio, o tal vez julio, ya no recordaba. Melón y pan era la comida. Vino de una bota, desgastada, la bebida. Fuerte y seco, como el calor de Castilla en estío, cuando ni las culebras se atrevían. Arrastraba los pies, por el asfalto. Andares lentos. De las enormes puertas a un lado y otro, bocanadas de aire acondicionado envolvían la música que invitaba a entrar en los paraísos del momento, donde se arremolinaban las manos con tarjetas de crédito y los ojos vacíos que las portaban. Sentinas de desesperación. Un perro cruzó la calle atemorizado, mirando de un lado a otro, el rabo agachado, casi metido entre las piedras. Los coches haciendo sonar los claxon. Lo miró despacio. Intentó acercarse a él. Tarde. Desapareció tras la esquina de un MacDonald. Le vino a la memoria aquel su perro, grande, mezcla de mastín y pastor. Bullicioso. Ecléctico. Juan Sebastián de nombre, con apellidos incluso, aunque era un perro. Lo desapareció su padre una tarde de verano, en la sierra. Era molesto. Dicen, aunque quizás fuese por lástima, que lo vieron unos pastores, guiando a otros perros. Manada salvaje de otros tiempos ya perdidos. Nunca supo si la verdad es sincera o solo un arte, un encantamiento, un sahumerio. Ya era tarde. La noche siempre llega aunque lo haga con nadie. Esperó el vacío, que nunca lo es, pero parece. Se arrebujó con él mismo, en la puerta de uno de los nuevos templos, y se quedó dormido. O eso quería creer. Recordó que su madre le hacía rezar por las noches, antes de dormir, mientras él pensaba en el olor de aquella niña cuando por las tardes, en la junquera. Mejor bendecir, pero no comida sino personas. La gente ya no reza. Menos aún bendice. La gente repta por la vida buscando clemencia o demencia para poder soportar el hastío con el que envuelven sus penas.

9 ago 2014

Mordaz

Carcome la insanía extrema quien preambula sarcasmos. Nichos despiertan entre telarañas de vivo fuego. De humos abiertos y combativos sin juicios acerca de lo humano.
Ostentan luchas fugaces de imperiosas barbaries los terrenales expertos en anticipar dichas prometiéndolas nefastas. Es uno el sarcástico, por ahí deambula y deteriora exigiendo oídos ausculturales de los pacientes hombres que por esperanza y fe sostienen las rocas que una a una posan ellos. Nadie reivindica, nadie sostiene, nadie se insufla permisos determinantes sobre la carrera de los mástiles enhiestos por piedad y bandereando partículas de compromisos.
Aquellos muchos tiran las cilíndricas maderas más allá de las quietudes de los horizontes. Tiembla en ellos la perpetuidad de melosas antinomias por ceder ante las precogniciones; y, uno a uno, cada uno se perpetúa sometiendo a silenciados las noches de temibles huecos.

3 ago 2014

Vuelto en sí

Frente a los inclementes erupcionares de inequivalentes percances, él se eleva. Su misma corporeidad transita huecos donde cada uno resume sus vituperios, sus ambivalencias injuriosas, sus temerariedades.
Junto al yugo despótico él vence distanciándose entre azotes réprobos. Sabe sublevarse, sabe rechinar y enfrentarse; es que él se eleva con mediáticos acentos sobre lenguas asumiéndose precarias. No desestima el fin último por quienes podrían perjurarlo y mortuorizarlo; aunque ceder es cuestión de segundos, no afectan las luminosidades impartidas su corona de barro.
Junto a rechinares de odio, él saluda y se queda, por más dispendiosos caminos de rupturas anquilosadas hacia sí. Recorre los tramos, los trechos, los recodos y sus diluvios.
Pero él, aquel hombre pensándose indómito, retribuye sonambulismos en siluetas de cristales jamás partidas durante la infinitud de un segundo cediendo.