Desde luego hubo de incorporarse. No se puede
estar toda una vida sentado en la calle esperando que ocurra un milagro. Le
costó. El dolor ese, de siempre, a la altura de los riñones. Y el culo frío y
aplanado de horas y horas en la acera. Tenía manos de lunes y ojos de domingo.
¿O eran de sábado? Cabizbajo, como siempre, en busca de algo que surgiera del
suelo. Porque una vez vio una yerba intentando salir por una rendija del
asfalto de una calle. Del cielo sólo lluvia, y a veces barro. Es lo que tenía
vivir cerca del desierto y en él. El tiempo olía a muerto. La lluvia no llegaba
y eso hacía que el aire no se pudiese ni respirar. Las personas iban y venían
en un lento deambular. Con sentido tal vez, aunque no lograba encontrárselo él.
Todas las direcciones llevan a ninguna parte. Recordó aquel botijo -cuando en
la infancia- de color teja que provocaba un tráfago constante entre la gente
que segaba y que trillaba. Era junio, o tal vez julio, ya no recordaba. Melón y
pan era la comida. Vino de una bota, desgastada, la bebida. Fuerte y seco, como el calor
de Castilla en estío, cuando ni las culebras se atrevían. Arrastraba los pies,
por el asfalto. Andares lentos. De las enormes puertas a un lado y otro,
bocanadas de aire acondicionado envolvían la música que invitaba a entrar en
los paraísos del momento, donde se arremolinaban las manos con tarjetas de
crédito y los ojos vacíos que las portaban. Sentinas de desesperación. Un perro
cruzó la calle atemorizado, mirando de un lado a otro, el rabo agachado, casi
metido entre las piedras. Los coches haciendo sonar los claxon. Lo miró
despacio. Intentó acercarse a él. Tarde. Desapareció tras la esquina de un
MacDonald. Le vino a la memoria aquel su perro, grande, mezcla de mastín y
pastor. Bullicioso. Ecléctico. Juan Sebastián de nombre, con apellidos incluso,
aunque era un perro. Lo desapareció su padre una tarde de verano, en la sierra.
Era molesto. Dicen, aunque quizás fuese por lástima, que lo vieron unos
pastores, guiando a otros perros. Manada salvaje de otros tiempos ya perdidos.
Nunca supo si la verdad es sincera o solo un arte, un encantamiento, un
sahumerio. Ya era tarde. La noche siempre llega aunque lo haga con nadie. Esperó
el vacío, que nunca lo es, pero parece. Se arrebujó con él mismo, en la puerta de
uno de los nuevos templos, y se quedó dormido. O eso quería creer. Recordó que
su madre le hacía rezar por las noches, antes de dormir, mientras él pensaba en
el olor de aquella niña cuando por las tardes, en la junquera. Mejor bendecir,
pero no comida sino personas. La gente ya no reza. Menos aún bendice. La gente
repta por la vida buscando clemencia o demencia para poder soportar el hastío
con el que envuelven sus penas.