Los caminos rodean circunferencias
desde un rincón hacia otro. Lo mirado es antagonista, discrepante, molecular y
explosivo. Pronto no estará, se irá desde las cláusulas de un tenaz escapismo.
Pero esos caminos deben ser
míos, deben pertenecerme. Toda idea sobre ellos se insinúa crepusculante frente
a mí, y yo me veo dándoles una y otra vuelta en busca del fin. Pero no sé si
adueñarme de lo público, de lo ajeno, de lo circular. Y convengo: nada me
detendrá en hallar ese final, esa despiadada confrontación de mis años de
búsquedas.
Los caminos son circulares, a
mí no han de pertenecerme; es que yo no soy como ellos. Yo transito andares
hasta concluirlos, y los círculos se multiplican, y se detienen para que los
observe.
Ante mí, un círculo; ante mí,
un movimiento de la réplica de su anterior. Concreto me disipo, vuelco cayendo
hasta las irradiaciones de las periferias. Pero no, caminaré hasta saberme
concluso.
Doy una vuelta, doy otra, y en
las inmediaciones temporales recorro todo andar hasta saberlo cúlmine. La línea
del fin se arrastra sobre una tortuga hasta el origen de los vértigos. Y caigo,
muero, sabiéndome designio de esas constantes formas.