Blanco en frente
de mí.
La luz entra por la derecha, a raudales, a través del cristal de dos
ventanales enormes, grises, desde los cuales se pueden ver cuatro árboles, solo
cuatro, maltrechos, como si alguien los hubiera expulsado del paraíso a este
erial terrestre.
Dos gatos miran, tirados bajo su sombra, algo
que está más allá de mi comprensión, la gravilla que hay cinco metros delante
de sus narices. No hay nada salvo eso. Qué ocupa su mente es algo tan
desconocido o abstracto como el vacío, para mí. Son gordos. No sé dónde encuentran
el alimento, pero o es generoso o abundante en grasas, aunque tampoco el
ejercicio forma parte de su modus vivendi dada su posición casi constante a lo
largo del día, al menos de la parte del día que yo los veo; o quizá su
morfología se deba a su perenne inacción. No lo sé. A veces desaparecen para, al
poco, estar de nuevo ocupando ese espacio ya hecho a la sombra de uno de esos
cuatro tilos.
Mi vida y la de
ellos es así, estricta, monótona, repetitiva, abúlica.
Faltan desde hace
ya cuatro días. No sé la razón. Me pregunto si el restaurante chino de la
esquina tendrá algo que ver con ello. De cualquier forma solo puedo asegurar
que la singularidad no fue un sueño sino que permitió el ascenso. Sin embargo,
me pregunto, también, de qué.