A veces, de noche, me parece oír un tren en la distancia. Y sé que no,
que es imposible. Sin embargo yo, siempre, en esas noches color violeta, cuando
giro los ojos, lo veo venir. Los cierro entonces, angustiado, me tapo los oídos
con mis manos pequeñas y agacho la cabeza. El tren pasa por encima de mí. Lo
siento. Y siento, también, cómo el sonido se aleja.
Cuando los vuelvo a abrir, aún temblando, noto el olor acre del humo de
la caldera que se va disipando. Me gusta envolverme en él, aun con miedo. Por
eso compro cerillas y enciendo una de vez en cuando, para volver a ese olor del
fósforo que se quema y desaparece como la vida de una agonizante, y apenas
deja, tras de sí, el leve hedor de una existencia que ha sido rápida, como ese tren
nocturno. Es lo que más se le parece.
Deberíamos creer siempre en la proximidad del Juicio Final, o en caso contrario,
suicidarnos.